24 de diciembre de 2006

LA HISTORIA QUE CAMBIÓ EL MUNDO




Por: Pr. José de Segovia*

En unas fechas tan empalagosas como éstas, sorprende encontrar una película como Natividad. Cuando muchos entienden la Navidad como una fiesta de buenos sentimientos, árboles luminosos, dulces, Papa Noel y la actividad frenética de unas vacaciones, viene a las pantallas esta increíble historia, llena de sensibilidad, sutilidad y reflexión, a años luz de la manipulación emocional de un espectáculo como La Pasión de Mel Gibson. La directora Catherine Hardwicke nos logra conmover con un relato tan sencillo y discreto, que cuesta creer que tales acontecimientos cambiaran la Historia. Estamos en definitiva ante el misterio de la Encarnación, la revolución silenciosa que va a transformar este mundo.

El género bíblico ha representado siempre en un sentido lo peor de Hollywood: un falso espectáculo lleno de pretenciosidad, vulgaridad, erotismo y violencia, que en el mejor de los casos no pasa de ser una imagen piadosa de estética de estampita. Cuando uno ve las fotos de la película de Natividad, esto es lo que uno se teme encontrar. Muchos de hecho, si somos sinceros, preferiríamos ver una nueva entrega de Harry Potter, a un nuevo belén viviente, que recoja todos los tópicos de la iconografía tradicional, propia de la decoración de los libros de Historia Sagrada… Lo que pasa, es que como tantas veces ocurre en esta vida, las apariencias engañan…

FIDELIDAD A LOS EVANGELIOS

Cuando una película como ésta, se basa en la Escritura para inspirar una historia, los creyentes se encuentran siempre ante el problema de no saber muy bien cómo juzgarla. ¿Atendemos a su fidelidad al texto bíblico?, ¿o la valoramos más bien, según su creatividad y originalidad? A aquellos que nos preocupa en primer lugar el respeto a las fuentes, podemos sin embargo en este caso sentarnos y respirar tranquilos, porque esta es uno de esos raros productos de Hollywood, que ha preferido llenar un guión de citas literales de los Evangelios, a construir un gran espectáculo de acción y efectos especiales, con ese estilo épico que caracteriza el supuesto género bíblico.

Eso no significa por supuesto que sus creadores no se hayan tomado libertades, sino que la película en general es fiel a los principales hechos de la verdad de esta historia. Aunque basada en los evangelios de Mateo y Lucas, hay sin embargo escenas y diálogos que han sido obviamente inventados, pero que no distraen de la línea principal de la historia bíblica. El guión presenta así verdades claves del Evangelio, como son la concepción virginal y la deidad de Jesús, de una forma clara y sin ambigüedades.

“La única forma de contar la historia”, dice el guionista Mike Rich, “era intentar basarse en el fundamento de Mateo y Lucas, aumentándolo, pero al mismo tiempo siendo fiel al espíritu, tono y contenido de esos Evangelios”. Así se imaginan escenas de la peregrinación a Belén, cruzando un río o enfrentándose a una serpiente, pero siendo fiel al cuadro histórico, que muestra la opresión de los judíos por el rey Herodes el Grande, de un modo que se queda incluso corto, ante la realidad de su crueldad.

LA HUMANIDAD DE LOS PERSONAJES

La película por supuesto tiene sus defectos. El estigma del género bíblico sigue produciendo diálogos en los actores a veces algo grandilocuentes, que confunden la reverencia con un lenguaje rígido y carente de emociones. Su imagen de María es sobre todo tremendamente distante. La fascinante joven actriz australiana Keisha Castle-Hughes parece demasiado reservada y lejana, como una figura estoicamente inaccesible, que nada tiene que ver con la humanidad de María. Se nota que había demasiado miedo de ofender a los católicos en ese sentido. El personaje resulta por eso algo inverosímil y aburrido. Lo que a la larga resulta más ofensivo, que presentarla “demasiado humana”.

Mucho mejor está el personaje de José, interpretado por el actor de origen guatemalteco Óscar Isaac. Su papel está lleno de vida y profundidad. Se le describe como un “hombre justo”, que cree a Dios y obedece a las visiones angélicas, pero decide abandonar a María para proteger su honor. Se ve entonces la lucha con que este hombre se enfrenta a lo inimaginable. La Biblia no dice mucho de cómo reaccionó, pensó y sintió José aquellos días, pero el cuadro resulta bastante verosímil.

Mi escena preferida es sin embargo la de los sabios de Oriente, que a pesar de su presentación tradicional como los tres magos de la tradición europea del siglo VII, ofrecen una adoración a Cristo, con un asombro marcado en su rostro, cuyo silencio parece lleno de humanidad y emociones en conflicto, como nunca antes había mostrado el cine.

EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

El hecho de ver a Dios en ese niño, es un misterio difícil de percibir en medio de esa curiosa amalgama de paganismo, comercialidad y cristianismo, que la civilización occidental ha decidido inventar para llenar de fiesta estos oscuros días de invierno.

Nadie duda a estas alturas que estamos ante una celebración pagana, pero al fin y al cabo no podemos ignorar que por lo menos una vez al año algunos mencionan el nombre y el hecho de Jesús. Lo que no es poca cosa en tiempos como éstos. La pena es que las iglesias mismas convierten estas fiestas en algo vacío y superficial, por su vergüenza a hablar claramente del Evangelio, en medio de las sonrisas y banalidades de tantos clichés y rimas de jardín de infancia…

Lo cierto es que la Palabra se hizo carne y vivió entre nosotros (Juan 1:14). La Palabra eterna, cuya existencia no comenzó en Belén, ni tuvo creación alguna. La Palabra que estaba ahí, sin causa, origen, ni dependencia. Nunca hubo un momento en que la Palabra no estuviera. Ya que no es el producto de la evolución o la precipitación de una herencia genética, sino la intrusión e irrupción de lo Eterno en la existencia del hombre. Es más, esa Palabra hizo todas las cosas, concibió y formuló la Creación. Y al hablar, dio lugar a todo por su fuerza y energía, no como algo impersonal y caprichoso, sino expresando la realidad de ese Dios, que es Cristo mismo.

Porque no lo olvidemos, esa Palabra era Dios. El es Elohim, la suma de la deidad, que posee todos sus atributos y funciones, pero también todas sus prerrogativas. Por eso toda rodilla se doblara ante Él; todo corazón le alabará; cada lengua confesará que Jesús es el Señor. La Iglesia por lo tanto no es primer lugar un centro misionero, menos aún una institución litúrgica o sacramental, sino una comunidad doxológica, que ora, canta y adora a Aquel que es el único Dios. No hay en Él nada que no sea de Cristo, ni en Cristo nada que no sea de Él. Quien le ha visto a Él, ha visto al Padre...



* José de Segovia Barrón es periodista, teólogo y pastor en Madrid, España. Es un conocido predicador y conferenciante. Ha sido presidente de la Asociación Libertad, dedicada al estudio de las sectas y los nuevos movimientos religiosos. En la actualidad preside la Comisión de Teología de la Alianza Evangélica Española y es miembro del comité ejecutivo de los Grupos Bíblicos Universitarios de España.

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